Yo siempre digo que no soy feminista, que soy mujer.
Por principio no me adscribo muy facilmente a los ismos porque me aburren, me limitan y están démodé. Pero soy una mujer, eso no hay quien lo ponga en duda, y llevo siéndolo toda la vida. Y como tal me he encontrado con ciertas visicitudes que empíricamente me han demostrado que estoy en un mundo de hombres. Todavía.
Si hubiera nacido en otro lugar, en otra época o en otra cultura, hubiera sido sin duda mucho peor y en ese sentido admiro y agradezco a las mujeres que me han puesto el camino más fácil y compadezco de manera profunda a esas mujeres que, hoy día, están siendo en otra parte del mundo vejadas por el mero hecho de tener un aparato reproductor distinto al masculino. No voy a entrar en detalles, más que nada porque carezco de información suficiente como para hacer un análisis como mínimo inspirado. Sólo sé que cualquier ser humano es digno de respeto.
Un planeta que permite, tolera y reproduce sistemas esclavizantes está enfermo. Y esa enfermedad se manifiesta en distintos síntomas cuya raíz común es, al parecer, una emoción, un sentimiento muy humano de división que recrea jerarquías imaginarias que impiden la comunicación horizontal entre miembros de la misma especie. Esa jerarquía se perpetúa en tópicos paralizados y paralizantes.
Robert A. Heinlein, el escritor de ciencia-ficción, acaba rápidamente con algunos de esos tópicos usando la lógica para imaginar un futuro espacial en el que todos sus personajes principales suelen ser inteligentes, bellos, longevos, libres y prácticos. Lo que a cualquiera nos gustaría ser, vamos. Curiosamente este autor de fantásticas novelas ha sido acusado de machista por sectores rancios del antiguo feminismo setentero. Sus personajes femeninos son muy inteligentes, atléticos y seductores. Actúan en primera línea de la narración partiendo en igualdad de condiciones que sus compañeros del género masculino. Pero cometen el error de inclinarse por su feminidad, o sea por ese justo hecho único diferencial: por los mandatos de su aparato reproductor. Quieren, tarde o temprano, aparearse y ser madres. Y esa verdad como un templo es lo que aquellas feministas no perdonaban ( tan fina es la línea que separa la ejecución mecánica de un rol, de la expresión de los instintos más profundos en la hembra de la especie humana). Hay una peli de Verhoeven basada en una novela de Heinlein que dibuja un futuro igualitario entre géneros. La verdad es que, salvo en los nombres de los protas, la peli, Starship Troopers, no se parece en absoluto a Tropas del Espacio, el libro, pero en cambio sí refleja muy bien algunas de las ideas del escritor, sobre todo al respecto de lo que nos ocupa: las oportunidades son idénticas para chicos y chicas. Una escena en concreto me parece genial: los soldados, hombres y mujeres, se duchan a la vez, desnudos, sin mamparas, frente a frente en los baños del campamento, mientras mantienen una conversación amistosa. Si logramos algo así habremos vencido al pasado.
Arrastramos, en mi opinión, demasiadas costumbres asentadas en otros valores que no son la lógica, el aprecio y la generosidad. Costumbres arcaicas y enquilosadas. Una de ellas es la de tratarnos entre nosotros como si fuéramos opuestos. Somos espejos, pero nada más. A veces esa imagen nos refleja algo distinto, pero no somos oponentes. En este puzzle las mujeres tenemos las mismas fichas que los hombres, si encajamos seremos un cuadro perfecto. Si enfocamos la cosa como un juego de competición, un ajedrez, por ejemplo, tendremos las mismas fichas pero al enfrentarnos quedaremos por igual diezmados. Y ganará la soledad.
Es larguísima la historia de la mujer como objeto reproductor, como único y exclusivo rasgo de su utilidad hacia, como diría Ángel Fernández, la Tribu. Antiguo prisma que ha ido transformándose en sutiles formas de reducción de miras, convirtiéndonos en muñequitas, criadas, consortes, secretarias de nuestras vidas emocionales y afectivas. Y por defecto esto ha sido asimilado en roles secundarios en la vida social, posiciones en las estructuras y acceso al desarrollo formativo. La cosa ha ido evolucionando, por suerte en estos lares, y una ya no tiene por qué ser menos de lo que imagina para sí. Y aunque todavía queden restos muy sutiles, y otros no tanto, de este anticuado comportamiento, creo que es posible que el ser humano encuentre formas de comunicación entre sexos más amables, empáticas, más sinceras y menos cargadas de troglodismos. Ser mujer tiene sus cosas, pero no es impedimento para nada. No somos inferiores en ningún sentido. Hombres y mujeres somos máquinas de carne efectivas en cualquier área que nos propongamos. Nuestro aparato de reproducción sirve para perpetuar la especie de la manera más divertida y placentera. Estamos repartidos por igual en nuestras construcciones emocionales: somos padres y madres, novios y novias, hijos e hijas, abuelos y abuelas, amigos y amigas. Somos de la misma espécie, no somos hembras y machos de gatas y perros, somos hombres y mujeres fabricados en la misma materia, construídos con la misma estructura, concebidos de la misma manera. Efectivamente el aparato reproductor femenino es un mecanismo con ciertas características, que obliga a pasar por fases de las que los hombres poco saben, ligadas a la menstruación. Mutaciones hormonales a un ritmo considerable, con un inicio brusco y una caducidad compleja.. O sea, es una diferencia importante. Pero sólo como experiencia vital.
Somos, a la suma, hombres y mujeres responsables de la evolución de nuestra sociedad en este planeta. Trabajando unidos empujamos el mundo. Divididos, lo estancamos.
Somos, a la suma, hombres y mujeres responsables de la evolución de nuestra sociedad en este planeta. Trabajando unidos empujamos el mundo. Divididos, lo estancamos.
Además ser un poco distintos es divertido. A mí, me da vidilla.
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