Mucho más interesante y decisivo que el fútbol, es el debate en la calle sobre el efecto de las manifestaciones espontáneas de la ciudadanía este último mes en Barcelona. Cualquiera: el borrachín del bar de la esquina, el guiri residente, la estudiante universitaria con coche y tarjeta de crédito, el ama de casa atareada, el okupa con rastas, la activista radical, el quiosquero taciturno, la farmacéutica atenta, la dependienta aburrida, las barrenderas cachondas, el músico importante, el personal cabreado de enfermería, la teleoperadora borde, el currante entre semana cocainómano el finde, el quemado personal de magisterio, el taxista bocazas, la peluquera fashion, el chaval inmigrante, los adolescentes súperhormonados, el listillo que leyó una vez a Debord y a Nietzsche, el jardinero indepe, el camello del barrio, el antisistema que vive en casa de sus padres, la progresía de andar por casa, los millones de parados, la pijita pizpireta, la feminista creyente, el tímido hacker, la demócrata convencida, el histérico forofo del Barsa, las chicas que buscan novio, el fan de Lady Caca, el tipo raro del herbolario, los enfermos de Urgencias, el camarero cachas, los currantes de las fábricas, el artista vanguardista y el friki de los O.V.N.I.S, si se me permite tal escalerilla de tópicos, cualquiera, digo, ESTÁ OPINANDO POR DOQUIER, COMPARTIENDO SUS IDEAS CON QUIEN TENGA A MANO, VOMITANDO SUS ANGUSTIAS EN LA RED, MOVIENDO SU CUERPO HACIA LAS MANIFESTACIONES Y ESTRUJÁNDOSE LA SESERA PARA COMPRENDER, ASIMILAR Y VISLUMBRAR. Con estos gestos cada uno está despojándose de su supuesto estatus social y su fluctuante identidad para unirse a un común mayor que sí mismo.
Los únicos grupos de personas que no están haciendo el esfuerzo de comprender, asimilar y vislumbrar, haciendo caso omiso a la llamada de la evolución (es una broooma) son políticos, periodistas, empresarios y, detrás de ellos, la policía. La gente dedicada, que cobra un sueldo y todo, a la gestión política de la población, encerrada en su burbuja de lameculos, untadores y chanchulleros, y en el mejor de los casos, atado sentimentalmente a un pasado que empieza a ser un lastre, se cierra en banda a las demandas de la ciudadanía. El mejor ejemplo lo tenemos en los recientes acontecimientos en el Parlament de Catalunya, en Barcelona. La respuesta a la exigencia de la población sobre la transparencia de las cuentas públicas y la devolución inmediata de la dignidad a la sanidad y a la educación, entre otras cosas, es lanzar a la policía para proteger sus culos de la masa que les paga a todos el sueldo que cobran y hacer después un alegato ridículo y ofensivo, que de paso despiesta del tema de los recortes, amparándose en el victimismo para justificar un comportamiento violento (en cuanto a que directamente VIOLA derechos básicos del ser humano) e indigno como la genial idea de sacar dinero de la educación y la sanidad, algo inadmisible en una sociedad moderna y consciente de sí misma. Todo suena bastante vergonzoso y podríamos interpretarlo como una pataleta infantil de adultos que intentan mantener a toda costa su estátus en vez de ejercer su posición de responsabilidad con la que se comprometieron a atender las demandas de la ciudadanía. También de los que no votamos. Porque una cosa es que yo no me sienta representada por ningún partido y la otra que no tenga derecho a opinar sobre, por ejemplo, un sistema de atención sanitaria que contribuyo a pagar con parte de mi sueldo y al que debo tener acceso como ser humano.
En una burbuja parecida flota el periodismo oficial, que lleva años chapoteando desde la aparición de Internet, a través de la cual personas sin preparación universitaria son capaces de expresarse mejor y con más originalidad que cualquier firmanotasdeprensa de un periódico. Y es que la comunicación está en la cresta de la ola, es el campo de batalla, es la máxima representación de la mutación mental de la que todos estamos siendo partícipes. Cada vez se hace más evidente, palpable, patente, que la prensa escrita, la radio y la televisión comerciales están al servicio de poderes económicos y políticos que nada tienen que ver con el entretenimiento y la información veraz. Y me refiero a las líneas editoriales que vienen marcadas, a los que cortan el bacalao, y no al reportero que cubre los eventos concretos, o al humorista, o a los actores y actrices de las series, a los que invito a invertir su tiempo y energía en proyectos más interesantes, a abandonar sus puestos si es que aman su profesión, a participar en los medios de comunicación ciudadanos (radios libres, televisiones alegales y blogs en la red) para permitirse el lujo de ejercer su profesión con libertad. Porque, ¿para qué demonios queremos o necesitamos una televisión pública? El dineral que cuesta tal vez estaría mejor invertido en transporte gratuíto, mejoras en la sanidad o la construcción de estructuras generadoras de energías renovables, eternas y a la larga gratuítas. Pero, claro, es muchísimo más productivo para unos pocos tener a la gente abducida por la tele: contagiando sentimientos absurdos de nacionalismos postizos mediante la exaltación del fútbol, seleccionando la información emitida según la conveniencia del partido que toque o la empresa que pague, vendiéndonos productos que no necesitamos, y, en general, manteniendo la idiotez detrás de la línea roja, esa que nos separa a nosotros, la masa consumista, de ellos, los señores y señoras con nombre y apellido, estrellas POP de la política, esos que se creen intocables.
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